miércoles, 1 de junio de 2011

Ahora o nunca. Kilómetros de asfalto

Anduvo un rato al azar sin rumbo, por calles desiertas y aceras húmedas aún por la lluvia caída de la tarde. Poco después entró en una tienda 24 horas y cogió una de esas tabletas de chocolate que son mitad chocolate negro y mitad chocolate blanco. Ojeó sin disimulo una revista Penthouse, se sorprendió al ver el precio de las cuchillas de afeitar y orinó en el baño después de pasar por caja.
Al salir de la tienda la noche era plácida y una luna de metal se batía en el cielo.

Decidió entonces encender un cigarrillo. El reloj marcaba las dos y media y una ansiedad descomunal le recorría el pecho cada vez que pensaba en volver a casa. Imaginaba los cacharros sucios y amontonados en el fregadero. La cama sin hacer desde hacia días con las sabanas arrugadas y necesitadas de un buen mareo en la lavadora. Imaginaba la ventana del salón con las vistas de siempre, los cuadros del pasillo, los muebles antiguos propiedad del casero y el silencio constante y asesino del pequeño apartamento. Pensar en todo aquello le producía nauseas.

Para él, volver a casa era igual que cavar un hoyo en el cementerio.

De tal forma caminó calle abajo hasta llegar al Parque Central. Se sentó en uno de los bancos de la entrada, abrió la tableta de chocolate y se comió solo la parte de chocolate negro. La mitad de chocolate blanco la guardó en uno de los bolsillos de su chaqueta. Encendió otro cigarrillo y continuó sin rumbo calle abajo dirección a la Gran Avenida.
Fue allí donde vió un autobús lleno de gente de otra ciudad o de otro país, que circulaba lentamente acaparando todo el ancho de la calle y se preguntó que pasaría si subiera al primer autobús que encontrara por muy lejano que fuera su destino.
Era una locura pensar aquello a pesar de que la misma pregunta ya le había rondado la cabeza otras veces. Incluso de niño. Ya siendo un chaval lo intentó, pero abandonó la hazaña porque no tuvo ni el dinero, ni la valentía suficiente. Pero ahora era un adulto y la situación había cambiado mucho. Con los ahorros del Banco podía tirar unos meses sin preocupaciones y lo mejor de todo, o peor, era que nadie iba a preocuparse por su ausencia.
Además, los viajes en autobús siempre le habían parecido espléndidos. Rodar de noche por carreteras secundarias y ciudades vacías viendo pasar las luces de neón de los burdeles y las áreas de servicio tenia un encanto especial. Y aún más si podía compaginar la lectura de un buen libro con los ronquidos del compañero de viaje que le tocara a su lado.
No supo explicarse el porqué, pero sintió la tremenda necesidad de tomar una decision al respecto. Las piernas le temblaron y un "ahora o nunca" pudo oirse desde lo más profundo de su ser. Paseó las manos por la frente empapada de sudor y recordó la primera frase de "El jugador": "Vuelvo, por fin, tras una ausencia de dos semanas". Si, eso sonaba bien. Dos semanas. Pensó que no estaría mal desaparecer ese tiempo. Un tiempo razonable y suficiente para cometer una locura de tal calibre.
- ¡Hazlo! - se gritó en voz alta. Y eso hizo. Caminó en dirección a la estación de autobuses durante cuarenta minutos a través de la noche obstinado con la única idea de subir al primer autobús que partiera. Todo aquello parecía un disparate, pero también parecía una salida. "Podría hacerme pasar por un escritor que viaja buscando tranquilidad para terminar su novela", pensó. "O también podría hacerme pasar por un detective privado, taciturno y borracho, que viaja para cubrir un importante caso de asesinato", pensó tiempo después. - O todavía mejor - dijo esta vez ya en voz alta - podría hacerme pasar por un tipo normal que viaja a una ciudad desconocida en busca de su amor.
Si, aquella idea le gustó. Viajaría a donde le llevara el destino y allí encontraría a la mujer de sus sueños. Apretó fuertemente las manos de forma que dibujo dos puños redondos como pelotas de béisbol y aligeró el paso hacia la estación.

Al llegar se detuvo a fumar el que pensaba que sería el último cigarrillo antes de partir. Luego le esperaba Cáceres, Irún, Segovia, Jaca, Marbella o cualquier otro lugar.
En las escaleras de la estación había vagabundos tumbados, chicos rumanos que se lo hacían de chaperos y dos agentes de la Policía Nacional que se reían con un tipo que les explicaba algo tartamudeando de forma anormal.
Apagó el cigarrillo y subió las escaleras con paso firme hasta llegar a la puerta de entrada y empujó. La puerta permaneció cerrada. Empujó de nuevo, esta vez con más fuerza, pero fue inútil. Uno de los Policías se acercó a él y le miró de arriba a abajo con unos ojos inyectados en sangre antes de escupir con voz ronca y chulesca:
- ¿Qué busca... no ve que la estación está cerrada? Abre a las seis. Ahora solo tiene servicio de llegada de autobuses. Hasta las seis no sale ninguno. - En aquél momento le entraron ganas de derrumbarse. Masculló entre dientes un "gracias" al agente y comenzó a bajar las escaleras de la estación sintiendo la mirada implacable del policía en su espalda. Le dolió ver como se le rompían los planes. Las palabras del agente le sentaron como un jarro de agua fría en una mañana fría de invierno. Miró el reloj, que marcaba las tres y veinte y claudicó al pensar en esperar tres horas.
-Era ahora o nunca - se dijo consternado - era ahora o nunca.

De vuelta caminó por las mismas calles de antes, aún húmedas por la lluvia caída de la tarde, fumando y mirando letreros apagados, bares cerrados y Taxis inquietos que recorrían la ciudad. Encontró en uno de los bolsillos de la chaqueta media tableta de chocolate blanco y dio un bocado. El resto lo tiró a la basura.
- ¿A quien coño le gusta el chocolate blanco?- pensó.
En la Gran Avenida se cruzó con un autobús repleto de gente de otra ciudad o de otro país y les maldijo en voz alta. Solo la luna de metal que brillaba en el cielo pudo oír tales improperios.
Quiso volver a casa pero no pudo. Prefirió quedarse sentado en uno de los bancos de la Gran Avenida. Allí fumó viendo pasar coches, barrenderos y autobuses a lo largo de toda la noche.
Cada coche, taxi o autobús que veía le hacía caer en la cuenta de
lo pequeñas que eran las cosas que había logrado en la vida al lado de las que había perdido.
A las seis de la mañana se tumbó en el banco y se quedó dormido.

Nadie más le prestó atención aquella noche. Solamente yo,
que te lo he contado.

5 comentarios:

LatitadeAlmendras dijo...

A mi me gusta el chocolate blanco, y no me gusta hacer viajes en autobus, menos si es de noche...

por decir algo

Pelayo dijo...

Aun así, seríamos una pareja perfecta... por decir algo.

Un abrazo Latita

Anónimo dijo...

Pelayo, hacía días que no te leia y me alegro de haberlo hecho hoy. Saludos cordiales

LatitadeAlmendras dijo...

Claro, una cosa no quita la otra.

Mua!

Felipe Marín Álvarez dijo...

Hola Pelayo. De vez en cuando me acuerdo de tus escritos, y de tu persona. El verano está pasando y nosotros sin escribir.
Como decían en la célebre película; siempre nos quedará Paris. Un abrazo compañero.