Estaba tumbado en la cama, desnudo y cansado de dar vueltas entre sabanas empapadas de sudor.
Me incorporé, cogí un cigarrillo y saqué la cabeza por la ventana para fumar.
Ví un perro hambriento merodeando en los cubos de basura.
Era un saco de huesos que vagabundeaba perdido.
Me miró a los ojos durante unos segundos, agachó la cabeza y siguió olfateando en busca de algo a lo que hincar el diente.
Que vida más jodida, pensé.
Volví a introducir la cabeza en mi habitación y miré a mi alrededor.
Vi un cenicero lleno de colillas,
una mesa repleta de botellas de alcohol,
un par de botas llenas de barro,
libros leidos,
una guitarra muda,
discos de John Denver junto al radio-cassete,
una cama vacía,
miles de sueños esparcidos por el suelo,
camisas sin planchar...
Que vida más jodida, pensé.
Volví a sacar la cabeza por la ventana y vi que el perro había desaparecido.
¡Mierda! aquel animal debía estar conmigo.
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